Cuando ves el mundo con unos ojos incapaces de fijarse en el mismo punto, y por lo tanto, con una visión doble permanente, ves todo a tu alrededor diferente.

viernes, 10 de febrero de 2012

Empieza.

Un movimiento nervioso rompe la noche, el agobio ha vuelto a despertarme otra vez. En la habitación hace calor, pero no el suficiente para explicar el sudor que empapa mi cuerpo, la mirada perdida, busca en las sombras una explicación para esta sensación que oprime mi corazón cada mañana cuando el sueño me expulsa a patadas de su abrazo. Tampoco es que lo que sueño sea agradable, ni siquiera lo recuerdo con claridad, quizás dos segundos después de despertar  aun recuerdo esbozos de lo que ha atormentado mi mente esta noche, pero pasados esos segundos, lo único que me queda es una sensación de intranquilidad, cómo cuando vas de noche por un callejón oscuro.

                Me arde la espalda. Es como si hubiese pasado la noche sobre una chapa al rojo vivo. Todas las noches lo mismo; los sueños, la sensación de agobio, la intranquilidad y la piel de la espalda ardiéndome. Salgo de la cama, y agradezco el fresco contacto del suelo sobre mis pies mientras camino hacia el baño por el pasillo de mi casa. Está oscuro, es temprano, casi de madrugada, diría yo. Oigo a mis padres en el cuarto, durmiendo. Al menos últimamente no los he despertado con mis gritos al despertarme, cómo pasó las primeras veces. Recordarlo me pone los pelos de punta, mis gritos despertaron a medio bloque, yo ni siquiera lo recuerdo, desperté llorando, sin voz y lleno de arañazos, con mis padres mirándome atónitos intentando calmarme. Y también recuerdo el dolor de la espalada, el calor que sentía, como notaba burbujear mi piel bajo la ropa, luego, me desmayé.

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